Mantendo o registro nos alfarrábios, texto publicado originalmente em Asuntos del Sur em 12 de outubro de 2016.
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La cuestión más
relevante para el contexto político brasilero actual, y que ha llamado la
atención y la dedicación de la mayoría de los análisis preocupados por las
posibilidades y límites de las transformaciones y emancipaciones sociales del
Brasil post-PT, es el dilema de la organización. Son diversas en número y en
fundamentos las opiniones entre militantes de los movimientos sociales,
intelectuales y cuadros partidarios de la izquierda sobre cómo enfrentar el
momento: recomposición, reinvención, rescate, transición.
Tal tarea exige
reflexiones verdaderamente de fondo: ¿Cuál es el “ser” de izquierda? ¿Cuál es
la lógica y la naturaleza de la formación de las identidades colectivas?
¿Cuáles son los límites/posibilidades del hacer político por la vía no
institucional? ¿Cuáles son en verdad las instituciones estatales?
Ninguna de estas
preguntas tienen respuestas evidentes, fáciles o exclusivas, pero el actual
espacio para su formulación es también una invitación a la acción. Las
instituciones, por ejemplo, claramente nunca son entidades neutras; al
contrario, representan la cristalización de las relaciones de fuerza entre
agentes políticos, una situación de equilibrio temporario entre ellas. Esa
afirmación es casi palpable: cuando un proyecto de transformación social
comienza a ser implementado, este entrará en choque con el orden institucional
vigente, y tendrá que ser modificado tarde o temprano.
Esa modificación
puede ocurrir de varias formas y en varias dimensiones, de acuerdo al tiempo
histórico y a la geografía en cuestión. Los gobiernos de Chávez, Morales y
Correa en Venezuela, Bolivia y Ecuador, respectivamente, (los “piratas del
Caribe”, apodado por Tariq Ali) en el auge del “progresismo” suramericano al
comienzo de los años 2000, tuvieron éxito en las reformas constitucionales que
permitieron que los avances sociales fueran llevados a cabo y se consolidaran.
Sin embargo, para
el final de aquella década y el comienzo de la que vivimos, los gobiernos de
Zelaya, en Honduras y de Lugo, en Paraguay, sin la misma capacidad de
movilización de sus pueblos, transitaron el mismo camino y acabaron, por
reacción- agrupación de sus fuerzas conservadoras nacionales, viendo a sus presidentes
electos por el voto popular destituidos de sus cargos, a través de un mayor o
menor grado de coerción y uso directo de la fuerza, inaugurando lo que
comúnmente ha sido llamado “golpe de Estado de nuevo tipo”.
En Brasil, cuyos
gobiernos de la era del PT deliberadamente se amarraron a la forma tradicional
y decadente de hacer política (siempre invocando la famosa gobernabilidad de la
realpolitik y la culpabilidad del sistema de presidencialismo de coalición para
buscar justificarse a sí mismo) siquiera se intentó incluso algo parecido a
esos cambios institucionales para que se disputase efectivamente la hegemonía
(en el sentido gramsciano) de la sociedad, y los resultados, para este partido
que presumía de ser el centro de la órbita de las izquierdas, fueran horribles
no solo por la brecha que se abrió para el “golpe” que se consumó en
septiembre, si no también véase las elecciones locales de octubre.
Entre Escila y Caribdis
Se puede decir,
entonces, que la era del PT fue marcada por dos límites: su certeza petulante
en la negación por buscar cambios estructurales (que necesariamente pasaría por
las reformas constitucionales) y su anclaje (algo común en experiencias
gubernamentales de izquierda en regímenes de democracias liberales) en la
burocracia y el meandro de poder (falso) del Estado –una combinación que
inevitablemente deja de lado la movilización por mecanismos de presión social
sobre las instituciones.
En ese sentido, la
característica más original de los gobiernos nacionales y populares de América
Latina, como analiza Ernesto Laclau, fue realmente el calibre entre una
dimensión horizontal de autonomía y una dimensión vertical de hegemonía, y como
se observa, en el Brasil post-PT, en este país se operó un efectivo equívoco de
esa dosis. En el prefacio, de 2013, de su último libro publicado, “La razón
populista”, el cientista político es preciso: “Dar énfasis exclusivo a la
dimensión hegemónica conduce a regímenes burocráticos que no se alimentan de
una movilización maciza de base. En este caso, el resultado solo puede ser el
retroceso del proceso transformador y su progresiva absorción por el viejo
establishment”.
Lo más importante
en el aporte laclauniano al debate político, principalmente el que está dado en
Brasil hoy, es el entendimiento de que un ideal libertario supuestamente “puro”
que rastree sus objetivos totalmente por fuera del espacio estatal también es
una receta para la amargura del fracaso (al menos en cuanto el Estado como tal
se mantiene como la esfera regulatoria de la vida social).
La lucidez de esa
crítica se destaca en este tramo:
Lo peor que le
puede acontecer a un proceso incipiente de transformación es quedar paralizado
entre Escila y Caribdis, esto es, entre dos demonios: o seducido por una
perspectiva puramente liberal, que acepta las formas institucionales existentes
como el único marco posible de accionar el público, o estimulado por una
política de pura protesta, que se agota en su autorreferencia.
Sin embargo,
independientemente de si es correcto pensar que es la razón populista (en el
sentido en que Laclau analiza la categoría) el fundamento mismo de la política
–y por tanto también del rompimiento con esas dos racionalidades, esos dos
demonios, que, al fin y al cabo, presuponen o el fin de la política como tal
(esto es, de aquella que pregona una reconciliación total de la sociedad
entera) o a su reducción tout court (o sea, la mera administración pública)–,
es urgente, al menos para la izquierda, el enfrentamiento del problema de la
organización. E irremediablemente comprenderemos: no habrá unidad, solamente
articulación.
El enemigo ausente y el puercoespín
El primer paso
para enfrentar este problema, y en un sentido general la propia lucha política,
es entender las necesidades del corte antagónico; necesitamos saber nombrar al
enemigo. Hemos en Brasil, por las razones descritas arriba, y que
irremediablemente traspasa los límites (deseados) del Lulopetismo, fallado en
eso. Los gobiernos del PT, por temor a los costos políticos-electorales de
determinados y determinantes enfrentamientos, no hicieron el nombramiento del
enemigo.
Pero cuando una
sociedad es confrontada por una anomia radical, la necesidad de algún tipo de
ordenamiento, de cualquier tipo, se torna más importante. El orden del
Leviatán, en el clásico de Tomas Hobbes, es el ejemplo extremo y seminal, pero
puede explicar también, en cierta medida, por qué ciertos grupos sociales
prefieren (y convocan, como se vio en algunas manifestaciones brasileras en los
últimos tiempos) el autoritarismo y el control extremo.
Esa falta de
nominación se vuelve fundamental porque si el enemigo para el cual fuimos
convocados a luchar se vuelve, por conveniencia electoral de una elite
partidaria, el amigo “táctico”, pero luego, porque traicionó a esa elite que lo
alineó, vuelve a ser apuntado como nuestro antagónico (los “golpistas”),
obviamente el juego del toma y daca es percibido y las desconfianzas se
exacerban, los actores políticos combativos se atrincheran en sus diferencias,
sin disposición a nuevas propuestas de unidad.
Es ahí que el
actual dilema de la organización de izquierda en Brasil se asemeja a los
puercoespines de Schopenhauer a quien Freud, y después también Laclau, hacen
referencia: si estuvieran muy distantes unos de otros, sienten frío; si se
aproximan de más para calentarse, se acaban perjudicando con sus espinas. Y de
ahí también el sentido de parodiar, nuevamente, la célebre frase de James
Carville que se volvió “snowclone” (una frase que se hace cliché en que uno o
más elementos pueden ser sustituidos, y es popularmente repetida hasta el
cansancio con múltiples usos).
El estratega de
campaña de Bill Clinton a la Casa Blanca en 1992 sabía que George Bush (padre)
era virtualmente imbatible en la elección de aquél año, principalmente por
cuenta de una política exterior considerada exitosa. Carville sugirió enfocar
las preguntas más directamente relacionadas con la vida cotidiana y las
necesidades más inmediatas de la ciudadanía, y colocó carteles en las sedes de
campaña con tres frases: “Cambios versus Más de lo mismo”; “No se olvide de la
salud”; “La economía, estúpido”. Lo que se suponía que era sólo un recordatorio
para los equipos de trabajo de campaña se volvió un slogan nacional no oficial,
y contribuyó definitivamente para cambiar la correlación de fuerzas en las
elecciones, y permitir la victoria, improbable, de Clinton. En nuestro caso:
¡no es la unidad, es la articulación, estúpido!
Hegemonía de nuevo tipo
Si tomáramos como
hecho que la izquierda, de forma global, todavía no tiene un discurso que la
pueda volver una alternativa institucional al capitalismo neoliberal, dado que
en la práctica, como se ha visto en la experiencia brasilera reciente, esta
supuesta izquierda para asumir el
gobierno está dispuesto a aliarse con quienes otrora eran los enemigos (siempre
en nombre de la “realidad” de la política de “verdad”) es prácticamente
imposible concebir un común positivo compartido: el enemigo no está dado.
Por su
constitución biológica los puercoespines no pueden evitar sus espinas, y
herirse unos a otros, por más que deseen aproximarse con el objetivo de
calentarse, por mayor que sea el frío que les aflige. Para alcanzar ese
objetivo, vital, su cooperación deberá ser por articulación, y no por
unificación.
Siguiendo a Rosa
Luxemburgo, la unidad de la clase obrera (la que esta autora consideraba el
sujeto histórico privilegiado) no está determinada a priori por la primacía de
lo económico, sino por los efectos acumulados de la división internacional de
la movilización social – todas las variedades de luchas son vistas como
vinculadas entre sí no porque sus objetivos concretos estén intrínsecamente
ligados, sino porque esas variedades equivalen en su confrontación con el
régimen opresor.
La “unidad” de esa
variedad se establece, por tanto, no por algo positivo que ellas compartan,
sino por la identificación con lo negativo, por la articulación de sus
diferencias en una cadena de equivalencias en oposición a un enemigo común.
Es preciso,
entonces, tener como base de nuestra nueva organización una reconfiguración de
la noción de hegemonía. En el caso del PT, en particular, esto para por la
asunción real de que no existe la menor posibilidad de que el “partido de Lula”
(expresión a la que tristemente se redujo la sigla, en lugar de la poderosa
articulación de masas de la que formaba parte en los años ‘80 y ‘90) se
reconfigure como partido hegemónico de las izquierdas brasileras. La ausencia
de un partido hegemónico (en el sentido clásico), por otra parte, tal vez no
sea la principal barrera que debemos superar, como se limita a analizar Tarso
Genro, uno de los más importantes cuadros del PT, ex gobernador de Rio Grande
del Sur, el estado más al Sur de Brasil, y ex ministro de Estado, y que se ha
comprometido con aparente seriedad en una reflexión autocrítica que vale su
nombre.
Tarso también ha
hablado, siguiendo el análisis de Roberto Amaral, histórico político brasilero,
en un “frente político de nuevo tipo”. Son comentarios que demuestren
reconocimiento de que la sigla, aunque siga teniendo una gran base social
orgánica anclada en los movimientos sociales tradicionales que nunca se apartan
de la esfera del Partido de los Trabajadores (CUT y MST), redujo definitivamente
su capacidad de movilización. Pero al sugerir este frente de nuevo tipo, no se
arriesgan más allá de lo normal-conocido, o no son capaces de pensar la
transición de las izquierdas más allá de la creación de un nuevo partido
hegemón –o lo que es peor, proyectan el viejo PT recauchutado, con una
identidad “rescatada”, lo que sería una apuesta infeliz e inocua.
Podríamos, así,
comprender lo que sugiere el filósofo político Rodrigo Nunes por composición
“multitudinaria”, esto es, no sólo una diversidad de tácticas entre grupos
organizados, sino una presencia masiva de gente que no se define necesariamente
como “activista” o “de izquierda”. En el caso de la política de las calles,
hablando metafórica y literalmente, la defensa de una identidad supuestamente
estable y estática es un equívoco; nuestro hacer político debe precisamente
construir articulaciones que puedan colocarnos en equivalencias, sin eliminar o
anular diferencias, en relación a un antagónico. Para eso, como afirma Nunes,
“Tenemos que estar abiertos a ser como cualquiera, justamente para que
cualquiera pueda ser como nosotros”.
La paradoja es que
esto no invalida la idea de una hegemonía, sino nos insta a entenderla de esa
otra manera. Cuanto más extendida sea nuestra cadena de equivalencias, menos
será la capacidad de que cada lucha concreta se encierre en sí misma, en una
identidad diferencial que sea exclusiva de ella.
La operación, en
que una particularidad asume una universalidad cuya plenitud es necesariamente
imposible, siempre incompleta, es lo que se entiende aquí por hegemonía – la
totalidad por la cual debemos luchar para constituirnos como un “bloque
histórico” es un horizonte, no un fundamento. Nuestras equivalencias se darán a
partir de nuestras diferencias, y no a la inversa, y para eso necesitamos
nombrar al enemigo, sin afecciones, sin histerias, y sin conveniencias
electorales pseudo-justificadas.
Aquí Ernesto
Laclau nos arroja luz nuevamente: “Un grupo es considerado hegemónico cuando no
se cierra en una estrecha perspectiva corporativista, pero se presenta para la
más amplia masa de población como el director de objetivos más extensos, como
la emancipación o la restauración del orden social”.
El propio autor
problematiza la noción de “objetivos más extensos” y “más amplia masa”. La
lucha hegemónica por la cual nos debemos engranar no es simplemente un acuerdo
negociado o la imposición de un principio organizador preexistente, y sin algo
que emerja de la propia interacción política entre los grupos. Generar una
posición capaz de conseguir un máximo de adhesión en un momento dado es,
entonces, el desafío, que permite la acción transformadora. Y esa
transformación socio-estructural, de la cual depende el pensar y el construir
nuestra nueva organización, nunca es producida por un único actor pero es
resultante de una serie de articulaciones, que a veces se combinan de modo
inesperado.
Nuestra nueva
organización política, por lo tanto, no se debe pensar en la vanguardia en su
sentido leninista clásico, comenzando, por razones obvias, por el PT. La
retaguardia, como afirma el ex secretario de Ciudadanía Cultural del Ministerio
de Cultura, Celso Turino, parece ser un mejor lugar, en cuanto soporte a los
movimientos sociales de hoy, sin buscar cooptarlos o controlarlos. Esa es una llave
para abrirse a una lógica de partido-movimiento, en una pluralidad de estilo de
un Frente en cuyo borde ya se prevé su desborde, un operar firme entre las
dimensiones de la autonomía y de la hegemonía; un navegar preciso, y no
temeroso, entre Escila y Caribdis en una travesía que no se termina, pero se
renueva.
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