Por Christian POVEDA
Articulo publicado en la edición de abril 2009 de “Le Monde Diplomatique” para México.
En el centro de San Salvador se erige un largo muro de mármol negro sobre el cual están grabados los nombres de 25 mil personas. Muertas o desaparecidas, éstas son las víctimas civiles de la represión emprendida por el poder (apoyándose en los grupos paramilitares) entre los años 70 y 80 del siglo pasado y luego de la guerra civil que arrasó el país de 1980 a 1992. Estos nombres, a los cuales se podría agregar los de los combatientes (10 mil militares y 14 mil guerrilleros), sólo representan la mitad de las víctimas identificadas de una guerra que habría causado unos 75 mil muertos. Este memorial fue construido tardíamente, en 2003, por recomendación de la Comisión de la Verdad de la Organización de las Naciones Unidas.
Pero ni con esto la sociedad salvadoreña se ha reconciliado. Ni el ejército ni la derecha en el poder han siquiera intentado pedir perdón. El Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, que en aquella época agrupaba a los cinco principales movimientos armados de izquierda, presentó años atrás excusas muy generales sin por ello contribuir –como lo sigue pretendiendo al restablecimiento la verdad.
A pesar de las tierras entregadas a los antiguos guerrilleros y las pensiones para los inválidos, nada se ha hecho en realidad con el propósito de que las víctimas civiles obtengan una reparación moral y económica. El resentimiento, el odio, las antiguas heridas y la ausencia total de fraternización reaparecen esporádicamente a plena luz, como recientemente durante la campaña para las elecciones presidenciales del 15 de marzo pasado.
Siendo hoy día tierra predilecta del libre comercio y de la globalización, El Salvador es una especie de erial recuperado por las empresas de subcontratación: las maquilas. Confinadas en las zonas “francas”, donde no existe el derecho sindical, estas empresas trabajan por cuenta de grandes firmas estadounidenses y emplean principalmente a mujeres muy jóvenes. Ellas constituyen una mano de obra muy barata, maleable y fácilmente sustituible, pagada a siete dólares el día, de los cuales gastan dos en transporte y uno en comida.
En El Salvador, según la Organización Internacional del Trabajo, uno de cada 10 niños debe abandonar la escuela para trabajar. Esta proporción sube hasta alcanzar cuatro de 10 para los jóvenes entre 14 y 17 años. Más de un tercio de los empleos son informales y solamente un cuarto de la población se beneficia de la seguridad social. El desempleo y la pobreza siguen aumentando, lo cual se convierte en factor que suscita un sentimiento de impotencia generalizada, sobre todo entre los jóvenes, y provoca una emigración que se ve como única escapatoria a esta ominosa situación.
Más de un cuarto de la población de El Salvador vive hoy en Estados Unidos.
Sin reconocerlo oficialmente, el gobierno favorece esta emigración que ayuda a paliar la presión social. Los fondos enviados por la diáspora constituyeron en 2008 la primera fuente de divisas del país: 19% del producto interno bruto. Pero la partida, cada año, de 180 mil salvadoreños (¡500 por día!) tiene un impacto dramático sobre las familias y deja a numerosos adolescentes abandonados a su suerte. Subproducto del sistema, las pandillas llamadas maras se nutren de estos desechos de la sociedad. A imagen de las marabuntas, hormigas del Amazonas que devoran todo a su paso, los mareros, jóvenes tatuados de la cabeza a los pies y dedicados principalmente a la extorsión al transporte y la empresa privada, al robo y a la distribución de crack y marihuana, están abarcando, poco a poco, toda América Central.
Nacimiento en EstadosUnidos
Consecuencia indirecta de las migraciones provocadas por la guerra civil en El Salvador y la globalización, fue en Los Ángeles donde los jóvenes inmigrantes centroamericanos crearon, a principios de los años 80 del siglo pasado, las dos principales pandillas que se enfrentan hoy día en América Central: la Mara Salvatrucha (MS) y la 18, que tienen cada una su lenguaje codificado, sus ritos, sus tatuajes y, sobre todo, su odio inveterado. No hay diferencia ideológica o religiosa que pueda explicar esta lucha a muerte, cuyo origen, perdido en los bajos fondos de los barrios latinos de Los Ángeles, ha sido olvidado por todos.
Hijos de los Bloods and Crisps, las pandillas estadounidenses originales, que se vieron convertidas en protagonistas del celuloide gracias al filme Colors, de Dennos Hopper, son bandas nacidas en los guetos latinos del Este y el Sur de Los Ángeles. En lucha constante, libraban, y siguen librando, una guerra total en las calles de esa ciudad californiana y otras urbes de Estados Unidos, y también en las cárceles, que se vuelven el hogar de miles de detenidos por su participación en acciones de las pandillas. Condenados a menudo a penas prolongadas –incluso cadena perpetua por homicidio, robo con violencia, tráfico de drogas o tenencia de armas, las pandillas que controlaban los guetos se apoderaron más tarde de las cárceles, donde prácticamente tomaron el poder. Oriundos de América Central, esos adolescentes desorientados, inmigrantes económicos y políticos, desertores del ejército y de la guerrilla, miembros de los escuadrones de la muerte e hijos de los centenares de miles de salvadoreños que huían de la guerra civil, devinieron, en sólo una década, organizaciones criminales estructuradas, jerarquizadas, que para defender sus territorios y negocios, asesinaban a sus enemigos, tanto a los “internos como a los externos”. La primera pandilla centroamericana se llamó Mara Salvatrucha. Pero pronto apareció otra, la temible 18, que sentaba sus reales precisamente en la calle 18, al sur de Los Ángeles.
La migración de la delincuencia
Las razones del desplazamiento del “campo de batalla” estadounidense hacia Centroamérica son claras. Esta historia hubiera continuado escribiéndose sólo en las entidades del sur de Estados Unidos si no se hubiera aprobado la política de inmigración de Washington. En 1996, el gobierno estadounidense adoptó la Illegal Immigration Reform y la Immigrant Responsability Act, legislaciones terribles que promovían la “doble condena”, que permitió a las autoridades expulsar de manera expedita hacia América Central a más de 100 mil miembros de pandillas detenidos en el país del norte. Rápidamente, ese flujo de delincuencia gangrenó el orden, la paz social y la economía de
Panamá, Honduras, El Salvador, Guatemala, Costa-Rica y Nicaragua. Países en los cuales no había antecedentes de una cultura pandilleril, hasta que aconteció el regreso luego de la guerra y, sobre todo, tras la deportación. Esta deliberada exportación de pandillas ha hundido a Centroamérica en la violencia y, a corto plazo, tuvo como consecuencia la aplicación de políticas de mano dura en estos países.
Desde 1997, cada semana, un avión de la oficina estadounidense de Inmigración y Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) procedente de Texas o de California, trae a San Salvador a un centenar de “deportados” encadenados a sus asientos. Inmigrantes sin documentos en su mayoría, detenidos tras un simple control, o mareros (entre 2% y 5%) condenados en Estados Unidos y repatriados una vez cumplida la pena. Sin embargo, estas expulsiones masivas no alcanzan a explicar la amplitud posterior del fenómeno.
Una historia violenta
La violencia es un legado de la historia salvadoreña, en particular, y centroamericana, en general. Desde principios del siglo XIX y hasta los años 30 del siglo pasado, la política del “gran garrote” (intervenciones armadas y ocupaciones de naciones soberanas) permitió a Estados Unidos servir los propósitos de los dictadores locales, los cuales se convertirían en sus perfectos aliados, en detrimento de sus propios pueblos. Con la primera concesión obtenida en Costa Rica en 1878, la famosa United Fruit Company (UFCo) implantó un imperio bananero sobre las costas atlánticas de América Central, construyendo un verdadero “imperio”. Eso permitió al gobierno estadounidense intervenir diplomática y militarmente en los asuntos internos de las repúblicas de la región, en función de lo que llamó su goodwill (buena voluntad). Dos ejemplos: en El Salvador, la revuelta campesina de 1932, ahogada en sangre con 31 mil muertos en 10 días y con el consentimiento de Washington, y el golpe de Estado militar organizado en 1954 por la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) en Guatemala contra el gobierno de Jacobo Arbenz, quien había cuestionado la hegemonía de la UFCo. Posteriormente siguió el apoyo abierto, durante décadas, a dictaduras militares que han detenido, torturado y masacrado a miles de obreros, campesinos e intelectuales, así como las guerras de contrainsurgencia en Nicaragua y El Salvador, con el pretexto de atajar el peligro de “la expansión del comunismo”.
Los datos de la criminalidad
En El Salvador, como en toda la región, los años de guerra civil han dejado profundas huellas. Una violencia endémica, alimentada por 400 mil armas de fuego que circulan todavía en el país y que se venden a precios irrisorios. El consumo de droga y la prostitución son considerables y aumentan con la liberalización a marchas forzadas de la economía que desestabiliza el conjunto del tejido social. Sólo en 2007, el número de homicidios fue de 3 mil 497, según el Instituto de Medicina Legal (IML). En un país de 5.8 millones de habitantes, estas cifras representaban una media de 9.6 muertos por día. En 2008 los asesinatos diminuyeron, al pasar a 3 mil 174, según datos de la Policía Nacional Civil (PNC), pero la cifra sigue siendo muy elevada.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, El Salvador posee un cuadro de criminalidad “epidémica”, con un promedio en los años recientes de 10 crímenes por cada 100 mil habitantes. En 2008, la tasa de homicidios fue de 55 por cada 100 mil habitantes, de acuerdo con datos de la PNC. Esta cifra llevó al país a convertirse en el más violento no sólo de América Latina sino del mundo.
El informe Mapa de la violencia: Los jóvenes de América Latina, presentado el año pasado por la Red de Información Tecnológica Latinoamericana, detalla que de 83 países analizados, 16 de éstos latinoamericanos, El Salvador posee la tasa más alta de homicidios de jóvenes entre los 15 y 24 años, y el segundo lugar a escala mundial: 92 homicidios por cada 100 mil habitantes en este sector poblacional.
Desde hace muchos años, las autoridades se han referido al fenómeno pandilleril para explicar la criminalidad. Pero en 2006, del total de homicidios (3 mil 928), según datos del IML, sólo 11.8% fueron atribuidos a las pandillas. En las semanas recientes las autoridades reportaron un incremento en la ola de asesinatos que se abate sobre el país, a tal punto que diariamente 12 personas fueron ejecutadas en diferentes hechos violentos. La Oficina de las Naciones Unidas para el control de Drogas y Delitos, en su informe publicado el primero de marzo de 2007, establece que El Salvador se ha convertido en la tercera nación del mundo en consumo de cocaína. Arriba de El Salvador sólo están Estados Unidos y España. El resto de Centroamérica se encuentra en una categoría menor en este reporte.
El Salvador, con Centroamérica y México, son el corredor por el cual pasa al menos 90% de la cocaína que va a Estados Unidos, cuyo gobierno calcula que anualmente entran a su país entre 250 y 300 toneladas métricas de ese alcaloide.
Pandillas y narco
Aunque la Agencia Antinarcóticos de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) y concretamente la policía de Los Ángeles afirmen que ciertas pandillas centroamericanas asentadas en su territorio son lo suficientemente fuertes y organizadas como para comprar directamente en América Central o Colombia la droga que venden en California, no parece serio pensar que las maras salvadoreñas y hondureñas desempeñen un papel central en el tráfico de enervantes hacia territorio estadounidense. Más bien, las organizaciones mexicanas o colombianas las utilizan en tareas de vigilancia de depósitos o seguridad de los envíos, les pagan con cocaína y las dejan comerciarla localmente, como lo han reconocido algunos jefes mareros.
Ernesto Miranda –ex militar que desertó del ejército para pasarse a la guerrilla y luego emigrar a California, fue uno de los fundadores de la Mara Salvatrucha en Estados Unidos– me confiaba, antes de ser asesinado en 2006 por uno de sus compañeros en San Salvador, víctima de una venganza personal, que la relación de su organización con la droga variaba mucho dependiendo si se desarrollaba en calles de Los Ángeles o en vecindades de San Salvador. En California, reconocía, podía vender, él solo, 3 mil dólares de cocaína al día. La cifra diaria de negocio de su pandilla podía alcanzar decenas de miles de dólares. En tanto, en San Salvador vendía crack o cocaína cortada y sus ventas diarias no pasaban de 50 o 100 dólares.
“No es que no queramos involucrarnos en el narcotráfico, por el contrario, pero no tenemos la capacidad financiera para pretenderlo. Los cárteles colombianos exigen un pago en efectivo inmediato y no podemos responderles”, según me aseguró, en junio de 2004, el en ese momento máximo palabrero (jefe) de la 18 salvadoreña, Carlos Ernesto Mojica Lechuga, El Viejo Lin.
Por su parte, un informe del Departamento de Estado de Estados Unidos titulado Estrategia internacional para el control de narcóticos, presentado en marzo de 2008 por el subsecretario para narcóticos, David T. Johnson, señala que las pandillas con vínculos internacionales no son los mayores traficantes de droga de El Salvador, sino que se dedican únicamente a la venta local de enervantes.
Políticas de represión
Según una investigación publicada en 2006 por distintas policías nacionales, se calcula que hay unos 63 mil mareros repartidos en tres zonas principales: 36 mil en Honduras, 14 mil en Guatemala y 13 mil en El Salvador. Sin contar unos 5 mil en México y 70 mil en Estados Unidos.
La primera ofensiva contra las maras fue lanzada en el invierno de 2003 en Honduras por el presidente Ricardo Maduro, cuyo hijo había sido secuestrado y asesinado algunos años antes. Inspirándose en la política de cero tolerancia del ex alcalde de Nueva York Rudolph Giuliani, logró que se aprobara una ley que condenaba de nueve a 12 años de prisión la sola pertenencia a una mara. Miles de jóvenes fueron detenidos sólo por tener tatuajes o vagabundear en la vía pública. Meses más tarde, el presidente salvadoreño, Francisco Flores, adoptaba una ley similar y lanzaba el plan Mano Dura, autorizando al ejército patrullar las calles al lado de la policía.
Una política represiva que sin duda tranquilizaba a la población, pero de dudosa eficacia. En El Salvador, 16 mil 132 sospechosos fueron detenidos en menos de un año, pero sólo 807 fueron inculpados. Los otros fueron liberados por falta de pruebas. Esta ley antimara ha sido desde entonces declarada anticonstitucional, porque viola diversas convenciones internacionales. Por otra parte, no resuelve en nada los problemas ligados a la pobreza y a la violencia familiar, sino que contribuye aún más a la exclusión de estos jóvenes.
Detestables y cautivadores
En 2004 comencé un reportaje sobre las maras bajo la forma de una serie de 130 retratos de miembros de las dos bandas rivales. Con cada uno de ellos realicé una entrevista videograbada. Oswaldo, de sólo 19 años, quien nunca conoció a su padre, me dijo estar orgulloso de haber cometido varios asesinatos. Judith, de 22 años, abandonada por su madre y ella misma mamá de un niño de cuatro años, no disimulaba el placer que le daba matar y robar. Un relato ciertamente aterrador, insoportable...
Esta juventud, a la vez temida y detestable, es curiosamente ilustrativa y cautivadora, pues revela la desintegración de la estructura familiar en la sociedad salvadoreña y la desesperación en que ha crecido.
Como Jessica, de 23 años, llamada la Sad Girl, quien considera a sus padres “como muertos, pues nunca he contado con ellos”, y me hablaba con ternura de sus hijos, de tres, seis y ocho años, de los cuales no tiene noticias. O Cristian Jonathan, conocido como Mal aspecto, la cara maculada de tatuajes, quien piensa de manera ingenua que un día podrá recomponer su familia y ser “útil a la sociedad”. Una acumulación de testimonios cruel, perversa, que atiza miedos íntimos y espantosas pesadillas, que atropella nuestra visión del mundo, pero que a pesar de todo solicita indulgencia.
Un marcado machismo impregna a la sociedad salvadoreña. La educación familiar reproduce sus vicios, de los cuales muchos hombres están tan orgullosos que los inculcan a sus hijos, como si fuesen “valores”. Un conjunto de “valores” que deriva en violencia física o simbólica hacia las mujeres, promoviendo prácticas perversas, impregnadas en la “masculinidad tradicional”. Estas prácticas están marcadas por contactos físicos y verbales cargados de agresión, que muchas veces derivan en homicidio, la principal causa de muerte entre los varones.
De esta forma, el rígido “porte arriero” salvadoreño, llevó a las pandillas a emular a la sociedad, magnificando de manera desproporcionada “valores” inculcados en su infancia. Lamentablemente, la prensa sensacionalista presentó dichas prácticas como parte de una cultura de la muerte, ya que las pandillas son las mejores aprendices de estas insanas costumbres.
La gesta de las maras nos habla también de la historia de las megalópolis, esos suburbios-mundo, las súper urbes, inverosímiles ensamblajes de ciudades y campos, a imagen y semejanza del Peor de los mundos posibles, el más reciente best seller del filósofo francotirador y urbanista Mike Davies.
Los suburbios de San Salvador son un nido de chabolas y viviendas sociales que lindan con “la nada”, son aquel espacio que separa la capital de su cadena de volcanes. Tierra de nadie, topografía ideal para la violencia.
Muchas vecindades forman un callejón sin salida, última parada del autobús en el fondo de un cañón. Un callejón sin salida para la esperanza de unos habitantes condenados a la supervivencia.
La vida loca
Reinstaladas en Centroamérica, las maras del sur de Estados Unidos se reorganizaron de la misma manera: pandillas a escala regional y clicas, que son unidades de base en barrios o calles. Sus miembros, totalmente tatuados, se llamaron pandilleros o homeboys. El tatuaje les sirve para ser reconocidos, pero señala también una voluntad de autoexclusión del espacio social por parte de sus miembros: ¿cómo puede uno encontrar trabajo cuando lleva un MS o un 18 tatuado en la frente, o lágrimas en los pómulos donde figuran los nombres de los enemigos asesinados?
La clica es la célula de aquellas gigantescas maras, compuesta por adolescentes (cuya edad media es de 16 a 18 años) y jóvenes adultos. Es una suerte de comuna igualitaria, una especie de cofradía autoproclamada de marginados, mitad niños de la calle, mitad niños soldados. Son los rehenes de aventuras singulares que llevan a algunos hacia la redención evangélica, mientras que otros atraviesan la calle como si fueran meteoros para terminar asesinados con una bala en la cabeza y finalizar su vida tendidos en el frío acero de una plancha de la morgue. Los más afortunados son quienes conviven en el mismo suelo con centenares de detenidos en las cárceles superpobladas en las que duermen cuerpo a cuerpo, pies contra cabeza, a imagen y semejanza de los esclavos en las bodegas de los barcos negreros.
Para los jóvenes de las dos pandillas enemigas, Mara Salvatrucha y 18, el futuro es sinónimo de cárcel o muerte. O ambas cosas, la mayoría de las veces. Basta pensar en aquel 6 de enero de 2007, cuando fueron encontrados 21 cadáveres, cuerpos decapitados o descuartizados, después de un motín en una cárcel sobrepoblada del oeste de El Salvador, cuando se enfrentaron 500 miembros de la 18 con otros detenidos.
“Tarde o temprano, tu destino es el hospital, la cárcel, o un cajón de madera”, me confesaba el marero apodado El Nueve, durante el velatorio de un compañero conocido como El Sombra. Las colonias populares son el escenario de tragedias anunciadas.
La existencia cotidiana en los barrios es una mezcla de operaciones policíacas y velatorios. Es como si se tratara algún Belfast que viviera al compás de las incursiones de venganza provenientes de otros barrios. La guerra está siempre presente. Para los miembros de la 18, las “Mierdas Secas”, es decir, los MS, están al acecho, en la calle. La muerte merodea, incansable. Transforma la vida cotidiana en una especie de Six feet under tropical, la serie estadounidense que transcurre en una empresa funeraria. Muertes violentas todo el tiempo, una o dos por mes, enlutan a la comunidad. Cuando se va a buscar un cuerpo a la morgue, los empleados entregan a la familia en lágrimas los harapos ensangrentados de la víctima en una bolsa de plástico de supermercado. La pandilla se encarga de los funerales, ya que las familias no tienen dinero para pagarlos, además de que compran coronas y ramos de flores multicolores en el mercado.
Mejor no llevar tatuajes en la cara si uno quiere evitar “la Bartolina”, donde encarcelan a los mareros durante 72 horas sin comer ni beber. “La Bartolina” es el nombre de una celda y el emblema del encarcelamiento preventivo. En cada esquina, los policías colocan a los jóvenes de cara a la pared, con las manos en la nuca, y les ordenan quitarse la ropa para descubrir, mediante los tatuajes, a qué clica pertenecen. De esta misma forma, se requisan tambien centenares de celulares y difrentes objetos preciosos que terminan en el mercado negro de la receptación de los objetos robados.
Estas medidas siguen en vigor hoy día, aunque la Ley de Mano Dura fue abolida. Las mismas prácticas policíacas continúan. Denunciadas como atropellos a los derechos humanos, estas medidas vejatorias sistemáticas forman parte de la cotidianidad de los adolescentes.
Ellos viven juntos, en un régimen autogestionario, se encargan de la limpieza de la casa, de las comidas frente al televisor, las paredes están recubiertas con ositos de peluche, imágenes religiosas, carteles con las estrellas del fútbol. Debajo del tejado, en cada rincón de los patios, están escondidos cargadores con balas de nueve milímetros... Mezcla permanente de dulzura y superviolencia asesina.
Aunque estamos en el universo del crimen organizado ultra jerarquizado, un modelo inconsciente de existencia familiar tradicional reúne a estos ex niños de la calle, chicas golpeadas, jóvenes delincuentes sin formación escolar.
En los barrios, por las calles, una especie de hermandad elige democráticamente a sus palabreros (jefes), los destituye o los ajusticia si no están a la altura o si son corruptos. Se trata de una verdadera sociedad de adolescentes, organizada como las pandillas de niños del Medievo europeo que partían para las cruzadas. La pandilla tiene sus leyes, sus reglas internas y su moral. Se puede matar a un miembro de una pandilla enemiga, pero el peor insulto es ser acusado de haber matado a un “civil”, alguien que no forme parte de una u otra mara.
Abandonados, los adolescentes encuentran en aquellas pandillas un lugar en el mundo, un sentimiento de seguridad, una comunidad que no hallan en ningún otro lugar. En contraste con la miseria y la inseguridad reinantes, los mareros no piden ni piedad, ni caridad, ni asistencia alguna. Sólo exigen su derecho a vivir dignamente para simplemente existir, amparados por los derechos constitucionales.
Al contrario de los guerrilleros de los años 70 y 80 del siglo pasado, estos jóvenes rechazan toda ideología y expresan su rebeldía en una violencia al límite de lo tolerable para cualquier conciencia social.
El eco que encuentran estas pandillas y la fascinación que ejercen se asienta más que nada en la desesperación visible en países sometidos a una globalización a ultranza, a la aplastante dominación de Estados Unidos sobre Centroamérica.
Soluciones
Frente a esta violencia endémica, porque toca esencialmente a la juventud, es importante crear una corriente de gente participativa. Es fundamental abrir los espacios necesarios para fomentar el diálogo y el debate, para movilizar a la opinión pública con el fin de transformar las mentes. El pluralismo de los contenidos, géneros y formas de los medios de comunicación debe ayudar a derrotar a un enemigo, más fuerte que todo, que violenta el futuro de la sociedad: la miseria social.
Esta tragedia se nutre de la crónica fiel de los sueños y los terrores de los habitantes de una nueva periferia tropical de Los Ángeles: los suburbios de San Salvador, en donde, después de 12 años de guerra revolucionaria que arrasó la nación, una nueva guerra civil, igual de terrible, enfrenta ahora a pobres contra pobres. “Un crimen perfecto de la mundialización”, como diría el filósofo Jean Baudrillard.
Las políticas represivas comandadas y controladas por la FBI han sido hasta ahora un fracaso total. Únicamente durante la presidencia de Antonio Saca, los homicidios se duplicaron. Para los distintos gobiernos salvadoreños hasta 2008, lo peor fue sentirse humillados. La represión que desencadenaron respondió a este sentimiento. Pero si bien es cierto que los planes Mano Dura y Súper Mano Dura, de los presidentes Flores y Saca, respectivamente, respondieron a una agresión, también es cierto que no contemplaron los aspectos socioeconómicos del problema. Constituyeron, en última instancia, una respuesta “machista” que no propuso nada en contrapartida. La réplica consecuente de una generación perdida y acorralada, fue la negación de la sociedad y la vida por medio de la revuelta y la muerte...
Por tanto, si existe entre los gobernantes de El Salvador una real voluntad de encontrar soluciones, tendrán que entender que no hay otra vía que establecer un canal de comunicación con los protagonistas de este conflicto social, con la determinación de alcanzar acuerdos de paz y abrir un camino hacia una conciliación social, con el fin de erradicar la violencia.
“No existe conflicto que no tenga solución”, afirmo Martti Ahtisaari, finlandés de 71 años y premio Nobel de la Paz por sus mediaciones en zonas tan críticas y distintas como Timor Oriental o los Balcanes.
Es evidente que en una región donde prevalece el machismo, no será tan factible establecer una paz sólida mediante un acuerdo y no por medio de la victoria de una de las partes, por muy aplastante que ésta sea. La experiencia del presidente hondureño Manuel Mel Zelaya, luego asumir el poder, en 2006, habla por sí sola. Durante su campaña electoral había prometido enfrentar la delincuencia de manera integral, con la represión, pero también con políticas de integración social. Su gobierno fue incapaz de poner en práctica la segunda parte del programa... y Honduras cuenta hoy con más mareros que cualquier otro país de América Central.
Hijo de exiliados españoles de la Guerra Civil, Poveda nació en Francia en 1955. Es autor de La vida loca, 2008, documental sobre la vida de los maraeros, seleccionado en los festivales de San Sebastián (España) y Guadalajara (México).